Reseña noviembre de 2019

 

¿De qué hablamos cuando hablamos de desigualdad?, ¿…importa?

 

 Why Does Inequality Matter? de Thomas Scanlon (Oxford, 2018, 192 pp.)

 

Diana Beatriz González Carvallo

 

“Por mi raza hablará el espíritu” es el lema de una de las universidades más importantes de México. Esa frase parece apelar más a una aspiración nacional que a una característica genética y cultural que sirva de médium de algo también propio y comunicable, pero intangible. “Por mi raza hablará la desigualdad” es, por decirlo de alguna manera, un replanteo de la raza como categoría que expresa una inmaterialidad aún más común y digna de celebración. También es el título de un trabajo académico que estudia las relaciones entre las características étnico-raciales y de género y la desigualdad de oportunidades en México.[i]  

Una de las conclusiones de dicho estudio es que hay una asociación sustantiva entre esas características y el acceso a educación, cargos y recursos económicos. Esto es, quienes tienen un tono de piel más oscuro cuentan con menores probabilidades de acceder a la educación superior, tener ciertas ocupaciones y alcanzar determinada riqueza. Y entre más oscuro el tono de piel, más estrecha la vía de entrada a esas posiciones.

A diferencia de muchas investigaciones que no trascienden la discusión académica –si es que alguna vez llegan a ser discutidas–, ésta tuvo una difusión amplia y fue recibida con escepticismo y enojo por cierto sector. Una de las quejas más recurrentes alegaba que este tipo de trabajos pretenden dividir artificialmente y confrontar a partir de algo que, en términos fácticos y anímicos, es una misma entidad: la raza cósmica que vuelve lenguaje el espíritu cósmico mexicano. Otro reproche apuntaba que sí, hay desigualdades derivadas de esos rasgos, pero que ni son las únicas causas, ni son algo ajeno a las sociedades, ni son, en sí mismas, reprochables. La individualidad y la diversidad son “la esencia” de la humanidad y reprocharla es reprobar eso que somos.

Por qué importa la desigualdad, si es que tiene alguna importancia, y qué razones tenemos para ser interpelados por ella son las preguntas que orientan la reflexión de Thomas Scanlon en su libro más reciente ¿Por qué importa la desigualdad? Aunque este texto no se refiere específicamente al caso de la desigualdad de oportunidades y sus correlaciones con las características étnico-genéricas en México, tal vez este tipo de indagación en términos morales, normativos y abstractos contribuya a hacer ciertas distinciones que permitan o bien avanzar en la discusión o, al menos, tener más claros los puntos del desacuerdo.

El libro empieza con la constatación de que la inequidad al interior de los países y a escala mundial es reprochable en términos morales, esto es, en razón de lo que nos debemos unos a otros.[ii] Lo que está mucho menos claro y es objeto de desacuerdo entre los estudiosos del tema es qué razones tenemos para disminuirla o eliminarla. La pregunta “¿Por qué importa la desigualdad?” tiene por objeto, precisamente, entender mejor los porqués del reproche legítimo a ciertas desigualdades.

Scanlon constata que la preocupación por las desigualdades no es fácil de justificar. Para otros teóricos las propuestas igualitarias defienden patrones de distribución que sacrifican la libertad y la dignidad individuales. Esto es, en el conflicto entre libertad e igualdad, esta última resulta invariablemente derrotada. Estos autores consideran –y en esto no les falta razón–, que estamos justificados en querer tomar nuestras propias decisiones con base en los valores que suscribimos. Y, en ese sentido, está menos claro por qué tendría que preocuparnos la desigualdad entre nuestras vidas y las de otros. Las aspiraciones igualitarias no serían más que el ropaje políticamente correcto de la envidia elevada a pretensión moral. El efecto de subvertir el orden natural de prioridades sería reconocer un papel marginal a lo que debería ser lo más importante: el esfuerzo y el merecimiento individual como única causa eficiente de los lugares que ocupan las personas en las sociedades.

La tesis defendida en el libro es que, el reconocimiento de la diversidad de razones que tenemos para objetar la inequidad nos ayuda a entender las diferencias entre los tipos de desigualdades que enfrentamos y a precisar lo que resulta moralmente reprobable en cada una de ellas. La distinción analítica entre esas razones, interpretada en términos del contractualismo moral defendido por Scanlon, permite juzgar de qué maneras fallamos en darles a otras personas el reconocimiento en cuanto sujetos morales con valor intrínseco. Las preguntas que busca responder son, entonces, cuándo y por qué es moralmente objetable que algunas personas estén peor que otras, esto es, busca identificar diversas objeciones a las ideas de inequidad y las nociones de igualdad que las fundamentan.

La estrategia argumentativa del texto para probar el peso normativo de las razones de desigualdad y, al mismo tiempo, salvar a la libertad individual de las implicaciones colectivistas se basa en el principio de la igualdad moral básica. Quiero decir, dado que los individuos tienen el mismo valor intrínseco que los habilita a escoger autónomamente el proyecto de vida que prefieran, las razones igualitarias a favor de la redistribución de bienes se mueven es ese segundo nivel. Debido a que todos los sujetos somos igualmente libres y valiosos, deberíamos poder vivir de la manera que prefiramos, y eso supone contar con las condiciones materiales suficientes y necesarias para llevar a cabo esos proyectos. En términos de la frase universitaria mencionada al inicio, la idea es que por mis condiciones materiales de vida hablará mi autonomía como persona.

En este sentido es que resulta indispensable devolverse un par de etapas en la discusión sobre desigualdad y explorar las razones que sustentan la corrección del reproche moral contra ésta. Eso permitirá evidenciar qué tienen de malo las leyes y las instituciones que promueven y producen esas inequidades, pero también cómo pueden ser justificadas ciertas prácticas que generan desigualdades legítimas. Es claro, entonces, que la desigualdad que le importa a Scanlon es la propia de las prácticas estatales y globales. Cuestiones como el merecimiento, el talento y el esfuerzo como fundamento natural de las diferencias sociales son rechazadas a favor de su versión institucionalizada.

La tipología de la desigualdad y de las razones por las cuales resulta o bien moralmente objetable o bien justificada está integrada, a juicio de Scanlon, por varias categorías. Aunque el autor no los presenta explícitamente en esos términos, es posible advertir que, a su vez, esos criterios se subdividen en dos grupos: los de carácter comparativo, que argumentan en contra de las consecuencias de los tratos discriminatorios, y los que apelan a la idea de igualdad moral sustantiva, de primacía de la libertad, para rechazar esos tratos.

Los primeros responden a una lógica consecuencialista, mientras que los segundos apelan a nociones deontológicas de teoría de la justicia. Eso genera un par de problemas a los que me referiré hacia el final de esta reseña.

Una fuente importante de desigualdad es la diferencia de estatus. Esta distinción, en parte de carácter comparativo y en parte no comparativo, consiste en que algunos sujetos son tratados como inferiores a otros en términos degradantes. Apelaciones a la casta, la raza (Scanlon no precisa de qué forma entiende esta categoría) o al género como condición suficiente para negar igualdad de estatus moral a ciertos sujetos pertenecen a este conjunto. Esas creencias sobre la inferioridad de ciertos sujetos son operativas en actitudes y prácticas sociales, y muchas veces, están incorporadas en instituciones como la ley. Esto tiene como consecuencia que los prejuicios ampliamente compartidos en términos sociales son la base para negarles a esas personas la titularidad de ciertos bienes. El problema central de este tipo de discriminación es que depende de características que no justifican las actitudes y las diferencias de trato que implican.

Las desigualdades económicas pueden desembocar en una diferencia de estatus, lo que se ha denominado “pobreza de estatus”. La idea es que los estándares de vida necesarios para ser “socialmente aceptado” no pueden ser alcanzados por alguna parte de la población debido a que no tiene los recursos monetarios para eso. Esta clase combina diferencias resultantes de normas sociales y de condiciones económicas que provocan un juicio similar y erróneo, pero en sentido inverso: socialmente se asume que el estatus personal es directamente proporcional a la riqueza individual o familiar.

La falla en el proceso de distribución justa de los ingresos, que tiene como uno de sus resultados la desigualdad económica señalada en el párrafo anterior, ocasiona otra categoría de reparos. Los individuos obtienen beneficios derivados de su participación en la economía, por eso, las instituciones económicas que dan lugar a situaciones desiguales son ellas mismas objetables. Estas quejas apuntan al carácter injusto de las recompensas dadas a ciertos cargos o roles, bajo el supuesto de que la cooperación social no es una empresa a la que los individuos entran con sus talentos y recursos preestablecidos. Los talentos que las personas tienen buenas razones para desarrollar, lo que cuenta como un rasgo individual económicamente valioso y los recursos que estos poseen están determinados en parte por instituciones sociales, esto es, por las estructuras de derechos de propiedad e intercambios comerciales. La perspectiva relacional de Scanlon sostiene, en consecuencia, que no hay objeciones al hecho bruto de la desigualdad, sino a las instituciones que la producen. La inequidad es reprochable, entonces, cuando los mecanismos institucionales que la provocan no pueden ser justificados de manera adecuada.

La redistribución de ingresos, por ejemplo, vía impuestos –entendida como la trasferencia de recursos de los que están en mejor situación a los que está en condiciones más precarias, a un costo menor para los primeros– es una razón fuerte a favor de ese reparto. Scanlon considera que la conveniencia de la redistribución no es en sí misma una objeción contra la desigualdad, esto es, contra la diferencia de bienestar entre unos y otros. La razón para tomar de los recursos de los ricos es análoga a la del ladrón del ejemplo del libro, quien roba bancos porque ahí es donde está el dinero. Redistribuimos de los que tienen más a lo que tienen menos porque ellos son los titulares de esos recursos.

Las diferencias de control sobre el curso de la propia vida constituyen un reparo adicional a la desigualdad. El que unas personas tengan muchos recursos y otras carezcan casi por completo de estos, les da un poder enorme a las primeras sobre las segundas. Uno de los argumentos más populares en contra de las pretensiones igualitarias es de inspiración libertariana y reprocha la interferencia inaceptable en la libertad individual, es decir, la coerción ilegítima por parte de Estado. La objeción igualitaria afirma, por el contrario, que las grandes inequidades económicas les dan un poder enorme a unos sujetos sobre otros y, en ese sentido, lesionan de manera directa aquello que pretende resguardar: la autonomía de los sujetos. En tanto la objeción del control es en parte un argumento en pro de la libertad de los individuos, un sistema de derechos que le dé peso superior a la autonomía tiene que enfrentarse con las condiciones de ésta, es decir, con razones igualitarias. En parte, la legitimidad de la institucionalidad jurídica dependerá de la justificabilidad de sus procesos para balancear estos principios.

Otra categoría es la desigualdad de oportunidades que está integrada, al igual que la anterior, por componentes comparativos y no comparativos. Este tipo de discriminación apela a las grandes diferencias en ingresos y riqueza familiares, y su potencialidad de afectar las opciones de éxito individual en un mercado competitivo. La desigualdad de oportunidades forma parte de una respuesta de tres niveles a la objeción de inequidad: justificación institucional, que apela a su fundamentación racional y a las consecuencias benéficas de contar con estos mecanismos; equidad procesal, que requiere que los cargos sean asignados con el objetivo de lograr esos beneficios; y oportunidades sustantivas, que tiene que ver con las condiciones materiales necesarias para ser un buen candidato para ocupar posiciones ventajosas, escogidas a través de un proceso justo.

Este último paso de la objeción de inequidad respecto de las oportunidades substantivas es, en sí mismo, moralmente relevante y objeto de una categoría autónoma. La objeción puede ir en contra de una sociedad en la que los individuos que tienen las cualificaciones requeridas para ocupar cargos deseables no pueden acceder a ellos a menos de que provengan de familias ricas. Una noción importante para este tipo de juicios es la del “talento” que, según Scanlon, solo es relevante si depende de la idea de instituciones. En este momento se retoma el debate sobre el mérito y las habilidades naturales como aquello que habilita a los sujetos para ocupar los mejores cargos. Esta interpretación es descartada en la obra como moralmente insostenible, en tanto que las instituciones sociales, jurídicas o no, son precisamente las que fijan las características y los criterios que deben cumplirse para acreditar “mérito” o “talento”. En ese sentido, la legitimidad de esas instituciones depende en buena medida de que sean justificables para todos aquellos a quienes aplican.

Un criterio más es la equidad política. Las enormes diferencias en ingreso y riqueza tienen el efecto de subvertir la justicia de las instituciones políticas. Hay un problema de control, instrumental, en la medida en que la manipulación del sistema político permite orientar en beneficio propio el sistema económico. La población más pobre a causa, precisamente, de la carencia de medios económicos no puede costear el acceso a los medios efectivos para expresarse y postularse como candidatos plausibles a los cargos públicos. Además, hay un problema moral significativo debido a que este tipo de desigualdad subvierte la legitimidad de las leyes y las instituciones políticas. La oportunidad de influir en las decisiones de estas entidades implica que las objeciones contra la desigualdad económica no son solo cuestión de envidia, sino de injusticia del mismo diseño institucional.

La falta de igual consideración debida a todas las personas motiva un grupo específico de objeciones, algunas de índole comparativa y otras no comparativa. El presupuesto es que un agente, público o privado, tiene la obligación de proveer un bien a toda la sociedad, pero solo se lo entrega a unos cuantos. Lo que hace a las disparidades moralmente objetables no es el mero dato de la desigualdad sino, precisamente, la falla en el cumplimiento de la obligación de igual consideración. Los deberes emanados del trato obligatorio requieren la ponderación de intereses en disputa que pretenden la asignación prioritaria de ciertos bienes, sobre todo, si son escasos. Las razones que justifican la aceptabilidad de la diferencia, o la igualdad de trato, por parte de las instituciones obligadas a proveer ciertos bienes son el objeto de juicio en estos casos. En suma, el argumento contra la falta de igual consideración tiene dos pasos: uno no comparativo, que apela a la universalidad de las obligaciones de las instituciones encargadas de proveer cierto tipo de bienes y a la ponderación de los intereses que pretenden la asignación de esos bienes. Otro comparativo, que revisa la fundamentación moral de ese tipo inequidades a nivel global. Scanlon subraya que, pese a esto, las diferencias en términos de expectativa de vida entre países no es objeto de objeción en términos de igualdad. Sobre este punto vuelvo en la parte final de la reseña.

El libro sostiene con matices, según la objeción de desigualdad a la que se refiera, que sin importar si nos referimos a desigualdades de reconocimiento de estatus moral o de índole comparativo o cuál de las categorías invoquemos, las diferencias suponen algún tipo de interacción entre esas partes desiguales. No queda claro qué es lo que resulta objetable cuando se disecciona el juicio de desigualdad de las relaciones institucionales que la provocan. Scanlon enfatiza que las objeciones contra la desigualdad aplican solo en el contexto institucional y que estas instituciones tienen que cumplir ciertos requerimientos de justicia, estatales o no. Aunque hay otras inequidades que pueden ser relevantes, el texto explora las ya mencionadas porque éstas plantean preguntas interesantes relativas a los valores que les subyacen.

Esta visión relacional y pluralista sobre la inequidad mantiene, en consecuencia, que hay razones de índole muy diferente para sustentar esos reproches, según la manera en la que surjan o afecten los vínculos entre sujetos. Las categorías, y sus relaciones, analizadas por Scanlon comprenden reparos a la falta de igual consideración, a las inequidades de estatus, a la interferencia en la equidad de las instituciones políticas y los procesos económicos y contra las instituciones económicas que generan grandes inequidades de ingreso. Cada una de éstas individualiza los fundamentos morales de las objeciones a la inequidad (a las inequidades individualmente consideradas y sus interrelaciones).

Las razones para impugnar las distintas formas de inequidad están basadas tanto en sus efectos, como en las relaciones que generan y, a la vez, en las instituciones de las que se derivan. Pese a que todos los argumentos no se derivan de un único principio igualitario en términos de redistribución, lo que los unifica es el papel común que tienen en el proceso de justificación de las instituciones sociales. Scanlon defiende en dos niveles su respuesta a la pregunta que responde el libro, ¿Por qué importa la desigualdad? En el primero apela a una justificación contractualista: las instituciones deben estar justificadas para las personas que deberían aceptarlas. Esto supone que sus intereses son tomados en serio y se les da un peso igual. En un segundo nivel, más específico, esta perspectiva igualitaria da lugar a las objeciones que efectivamente plantean los sujetos en contra del trato desigual. Las respuestas en ambos niveles permiten, según Scanlon, dar cuenta de las razones específicas por las cuales importa la desigualdad.

Para finalizar, me gustaría señalar un par de temas que hubieran podido desarrollarse más extensamente en el libro. En primer lugar, la polaridad entre ricos –muy muy ricos– y pobres –muy muy pobres– en ocasiones hace que el argumento mismo en contra de las desigualdades reprochables se diluya. Quiero decir, parecería que el problema se soluciona en buena medida con impuestos más altos a quienes tienen más riqueza y con redistribución de esos recursos a la población que no tiene las necesidades más básicas cubiertas. Pero, y esto es solo una intuición, si las desigualdades económicas, además de estar interconectadas con diferencias de estatus, de oportunidades y de consideración, entre otras, se derivan de determinado sistema de mercado e instituciones políticas que lo avalan y reproducen, sería importante decir algo sobre un dispositivo tan poderoso y global. En suma, que si de desigualdades objetables de recursos se trata, hablar del mecanismo de mercado sin cuestionar los capitalismos que lo producen es como referirse a las desigualdades étnico-raciales y su peso en la definición de oportunidades sociales sin tomar en cuenta su relación con la historia colonial de la que se derivan.

En relación con el punto anterior, Scanlon argumenta en diferentes capítulos que las objeciones desde el punto de vista moral a la desigualdad que él examina tienen como unidad territorial a los países. Es decir, las divergencias en materia de, por ejemplo, expectativa de vida entre dos estados no es un problema de desigualdad, sino de justicia. Esto es, lo que debe analizarse es cómo las instituciones nacionales fallan en acreditar los principios de una sociedad justa. Bajo este marco deben ser estudiadas las inequidades atacables. Desafíos como la pobreza en los países del tercer mundo deben contemplarse con perspectiva histórica, en consecuencia, por su relación con el pasado colonial y las instituciones actuales que produjo. Pero ni la pobreza nacional ni la baja expectativa de vida, como derivadas de estructuras globales de poder, serían un asunto de igualdad. No me queda claro por qué las desigualdades objetables dentro de los países dejarían de serlo o, al menos, lo serían por razones diferentes cuando son pensadas en términos globales.

Si, como dice Scanlon, buena parte del rezago de los “países del tercer mundo” en temas prioritarios se deriva de su historia colonial y si, además, las relaciones comerciales y políticas entre naciones no han dejado de darse, ¿en qué sentido el reproche moral a las inequidades derivadas de esas relaciones, que definen en alguna medida el sistema de mercado y las instituciones políticas nacionales, no pueden ser objeto de objeción moral? No digo que lo afirmado por Scanlon sobre este punto sea falso, solo que la afirmación parece contradecir el fundamento de la moralidad contractualista defendida por el autor y por eso necesitaría un esfuerzo argumentativo mayor para probar el punto. En suma, que si la moralidad es la precisión de lo que nos debemos unos a los otros no veo por qué esa pregunta no interpela también los lazos entre naciones.

Por último, una premisa conceptual de “¿Por qué importa las desigualdad?” es que hay no solo diferencias objetables y no, sino argumentos comparativos y no comparativos contra algunas desigualdades. Pero Scanlon da por sentadas esas propiedades formales de los juicios y no se detiene a mostrar su admisibilidad. El problema con esto es que un par de teorías centrales para su argumento, el libertarianismo y la justicia como equidad, parten de la idea de superioridad categorial e incomparable de uno de los valores que de manera típica entra en conflicto con las tesis igualitarias: la libertad. Si el postulado de igual valor moral de todos los sujetos es la expresión de centralidad de la autonomía individual, y esto es no comparativo, hay que decir algo más en relación con los posibles choques entre diversas instancias de ese valor conmensurable y de qué manera se vincula con juicios típicamente comparativos como los de igualdad. Quedaría todavía por revisar en qué sentido o mediante qué procedimiento esta versión plural y relacional de la igualdad está habilitada para predicar relaciones sustantivas entre valores tan diferentes entre sí.

“¿Por qué importa la desigualdad?” y “por mi raza hablará la desigualdad” son dos acercamientos disciplinares divergentes a un problema común. Pese a que la inmediatez y la gravedad de las disparidades sociales suelen dejar en un segundo plano la importancia de las razones y argumentos morales sobre el mismo asunto, estos análisis no son mutuamente excluyentes. Quiero decir, si las características étnico-raciales impactan las oportunidades de las personas de acceder a bienes sociales, esto nos habla no solo de problemas de discriminación derivada de, por ejemplo, el tono de piel, sino de los juicios y de la idea de acción correcta que están en la base de esas conductas. El texto de Scanlon es, entonces, un esfuerzo desde la filosofía moral no solo de explorar esa pluralidad de razones que integran la igualdad, y sus vínculos, si no las diversas razones por las que los tratos inequitativos son objetables. Al incorporar la perspectiva institucional como necesaria para juzgar la justificabilidad moral del trato desigual reconoce la importancia de los estudios empíricos para entender ese fenómeno complejo. En suma, si la “raza” es la interlocutora de la desigualdad y esa desigualdad es reprochable, este libro nos permitiría revisar las formas que adopta, cómo se refuerza y, en últimas, por qué debería importarnos.

 

[i] Solís, P., Güemez Graniel, C. & Lorenzo Holm, V., 2019. Oxfam México. [En línea]
Available at: https://www.oxfammexico.org/sites/default/files/Por%20mi%20raza%20hablara%20la%20desigualdad_0.pdf
[Último acceso: Octubre 2019].

[ii] Thomas Scanlon desarrolla su teoría contractualista sobre la moral en su libro “Lo que nos debemos los unos a los otros, ¿qué significa ser moral?” 2003. Barcelona: Paidós.