La reforma de la Corte en la reforma judicial ¿Qué Tribunal Constitucional queremos?

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1. La Corte en la iniciativa presidencial de reforma judicial 2020

Se viene discutiendo con interés en la comunidad jurídica la propuesta de reformas al Poder Judicial de la Federación hecha pública el pasado 12 de febrero por la presidencia de la Corte. Han circulado lecturas de diverso signo, aunque una cosa parecería unánime entre ellas: la pertinencia de la reforma. Poco o ningún desacuerdo se advierte en la necesidad de acometer soluciones, por vía inicialmente normativa, a un conjunto de problemas acuciantes a los que se enfrenta el Poder Judicial.

En víspera de su discusión legislativa, la mejor manera de aportar a esta reflexión es concentrarnos en puntos específicos de la que, desde el 18 de febrero, se convirtió, en su esencia, en iniciativa presidencial. Esa es la intención de estas líneas: analizar una temática que, si bien no es la central de la iniciativa, sí tiene una importancia extraordinaria para el sistema jurídico y político del país: la “Consolidación de la Suprema Corte como Tribunal Constitucional”.

Comparto con la iniciativa, desde el inicio, su premisa. Hay quienes dialogamos sobre la Corte asumiendo sin ambages que constituye un Tribunal Constitucional. La explicación de esta tesis tiene fundamento no sólo en la evidencia práctica y cotidiana de sus funciones. También se encuentra en la irrefutable columna vertebral de sus competencias en el ordenamiento.

No me detendré a justificar ese punto que, en mi opinión, a 25 años de la reforma de 1994, está francamente superado. Hoy, la pregunta es otra: cómo consolidar, perfeccionar o robustecer ese papel en este preciso momento histórico.

Es inevitable abordar la iniciativa a partir de una doble perspectiva: la valoración de sus propuestas y la enunciación de temáticas que, en efecto, ha preferido dejar fuera (más allá del debate acerca de si correspondía a la propia Corte apuntalarlas).

Esas ausencias deberían reflexionarse a efecto de analizar su posible incorporación por el Poder reformador de la Constitución o, en su caso, por el Poder legislativo, a la hora de buscar su enriquecimiento. Por definición —no debemos olvidarlo— una iniciativa no concluye la agenda temática de una reforma. Lo comienza.

 

2. Afinando la justicia constitucional de cierre en el sistema jurídico mexicano

A) El nuevo amparo directo en revisión (ADR) ¿discrecional o excepcional? La iniciativa propone que la Corte conozca el ADR cuando “a su juicio, un asunto revista un interés excepcional en materia constitucional o de derechos humanos”. También propone que el acuerdo que lo deseche no pueda impugnarse.

Consolidar a la Corte como Tribunal Constitucional tiene costos. Entre ellos, admitir que resuelva pocas revisiones de amparo (en ambas vías); que deseche revisiones con una justificación mínima sin que ello implique entender una denegación de justicia; que otras instancias de la justicia federal deban ser terminales; o que la Corte debe estar cada vez en la mejor posición de ofrecer una justicia centralmente pedagógica.

La propuesta se hace cargo de esos costos y apuesta por la transformación del ADR en un sentido propicio para conseguir ese objetivo central: evitar que la sobrecarga de trabajo —y que de no modificarse seguirá ascendiendo exponencialmente— la coloque en la intransitable circunstancia de no contar con capacidad de respuesta a las preguntas fundamentales que le plantea la práctica jurídica.

Sin embargo, la reforma podría ser más contundente: apuntalar un ADR discrecional con todas sus letras. En el sistema vigente, el ADR ya es excepcional. El riesgo de la falta de contundencia es no marcar una diferencia sustantiva, en sede interpretativa, frente a la situación actual. La redacción constitucional debería establecer que el ADR “podría proceder” en ciertos casos, y no fijar una regla de procedencia, que mantenga el carácter preceptivo de la revisión.

Además, debería avanzarse hacia un ajuste en la técnica de admisión y de desechamiento. Debe pensarse, por ejemplo, en una suerte de “secciones o comisiones de admisión” integradas por dos o tres ministros (en una formación colegiada similar a las comisiones de receso). De manera que la responsabilidad del rechazo de los ADR no quede exclusivamente a cargo de la presidencia de la Corte y el equipo de colaboradores que seguramente destinaría la secretaría general de acuerdos para ese efecto. En especial, si se adopta la inimpugnabilidad de esos acuerdos.

El concepto del “interés excepcional en materia constitucional o de derechos humanos” quedará sujeta a una cuidadosa interpretación, que la propia Corte deberá definir desde un inicio mediante estándares mínimos, necesariamente más rigurosos y tendencialmente objetivos (no meramente subjetivos). Estos estándares deben ir más allá de la importancia, trascendencia o la inexistencia de jurisprudencia, que hoy rigen la procedencia del recurso.

Esta situación recuerda por ejemplo al concepto español de la “especial trascendencia constitucional” cuya utilización ha conseguido exitosos resultados prácticos para ese Tribunal Constitucional en los últimos años. El writ of certiorari norteamericano también es una herramienta para considerar en la comprensión comparada de la nueva funcionalidad de este neurálgico instrumento.

Es indudable que el actual esquema del ADR ha generado el crecimiento exponencial de la carga de trabajo. Se trata de que la Corte incremente su tonelaje cuantitativo en la solución de los problemas más acuciantes de los derechos fundamentales y que aquejen con impacto superlativo a los sectores sociales más vulnerables, a partir de la construcción de doctrina judicial.

El ADR debe consolidarse como vía para la generación de criterios y para afianzar metodologías interpretativas de los derechos. De modo que todo el aparato judicial no sólo asimile el contenido normativo de los derechos, sino también las técnicas que mejor justifiquen su aplicación jurídica y garanticen el acceso a la justicia al servicio del cual deben encontrarse todos los tribunales del país.

B) Sistema de precedentes y eliminación de la jurisprudencia por reiteración. Como se sabe, la iniciativa propone un giro en el sistema de integración de la jurisprudencia de amparo. Propone que los Tribunales Colegiados mantengan la jurisprudencia por reiteración, que los Plenos Regionales (que sustituirían a los Plenos de Circuito) la generen por contradicción y sustitución, y que el Pleno y Salas de la Corte la produzcan con un solo precedente.

Esta propuesta está en la línea de concebir a las sentencias constitucionales como genuinas sentencias con fuerza de ley, como corresponde a un Tribunal de esta especie. También es consonante con la generación de certeza desde la justicia concentrada de los derechos humanos (para México, el modelo interamericano es seguramente el más representativo ejemplo de ello).

La reforma debería acompañarse con un nuevo modelo de “tesis”, seguramente desde sede legal, que explique adecuadamente los contextos fácticos y la ratio decidendi de cada caso. Debería ser una regla general para todas sus competencias, y volver entonces a visibilizar mediante ese modelo de tesis a las resoluciones de acciones y controversias. El incentivo es absolutamente práctico: el problema de la incertidumbre jurisprudencial que padece la comunidad judicial y jurídica mexicana (federal y especialmente local) sin ese elemento tan arraigado entre nosotros. Se exigiría, eso sí, su transformación conceptual: entenderlas como vasos comunicantes de cada sentencia, que es la fuente oficial de la obligatoriedad.

A mi juicio, debería también establecerse de manera expresa la obligatoriedad de la jurisprudencia y, especialmente del precedente de Corte, a todas las autoridades administrativas. No puede estimarse que un acto de autoridad cumple con el derecho a la debida fundamentación y motivación si no aplica jurisprudencia obligatoria. Es un tema que merece un tratamiento exhaustivo pero que, en definitiva, el derecho constitucional vigente ha transformado en su fundamento. Sin embargo, sigue explicándose bajo un esquema antiguo, a través de una lectura restringida de la Ley de Amparo (art. 217).

Desde el 10 de junio de 2011, la Constitución ordena que todas las autoridades, en el ámbito de sus competencias, tienen la obligación de promover, respetar, proteger y garantizar los derechos humanos (artículo 1º, tercer párrafo). Ni los derechos humanos son solamente la literalidad de sus normas, ni un “ámbito de competencias” podría entenderse exenta o ajena a la tutela provista por una jurisprudencia. Bajo nuestro actual marco constitucional, nunca podría significar que las autoridades tengan autonomía para sustraerse de criterios que han definido, al máximo nivel judicial, cómo entender la protección de los derechos.

C) Amplitud y potenciación de la facultad de atracción. La iniciativa propone que la Corte atraiga cualquier recurso de los establecidos en la Ley de Amparo cuando su “interés y trascendencia” lo ameriten. Es indudable que la facultad de atracción es una competencia que le ha permitido acercarse a la resolución de casos de derechos humanos per saltum. Sobre todo, en el contexto de una dinámica de amparo que no siempre muestra agilidad en su tramitación procesal.

El ordenamiento podría potenciar la incidencia de la atracción en problemas que aquejan a sectores poblacionales en situación de grave vulnerabilidad o precariedad social o económica, o en caso de dramáticas violaciones a derechos humanos que se encuentren ventilándose en la justicia federal. Ana Laura Magaloni lo explicó con toda precisión: la Corte debería tener la capacidad de generar una agenda estratégica de temas, causas y problemas prioritarios para combatir la exclusión y la marginación de esos sectores.[1]

Por otro lado, debe eliminarse totalmente la posibilidad de que la Corte atraiga recursos de apelación desde la justicia ordinaria federal. La iniciativa no lo hace. Aunque estos recursos no son muy numerosos, no es congruente con el signo en el que la propia reforma insiste: privilegiarle su rol de tribunal de constitucionalidad.

D) Ajustes a la declaratoria general de inconstitucionalidad en amparo. En congruencia con el nuevo sistema de precedentes, la iniciativa propone que la notificación de la declaratoria general proceda desde el primer asunto en que se declare la inconstitucionalidad.

En mi opinión, la reforma verdaderamente acuciante en relación con esta institución es eliminar la prohibición de la declaratoria general en materia tributaria, que se introdujo desde su constitucionalización por reforma de 6 de junio de 2011. Nunca tuvo sentido establecer esa excepción bajo una explicación estrictamente técnica de la justicia constitucional, sino a una exclusivamente política, que obstaculiza la lógica de la depuración del ordenamiento.

En esa tesitura, la inmunidad de la materia tributaria se mantiene como injustificada e incongruente por cercenar la eficacia de la invalidez, especialmente en detrimento de las personas contribuyentes. Por tanto, también impacta a los sectores productivos en los que se desenvuelven personas en situaciones económicas más depreciadas, que siguen viéndose obligadas injustamente a impulsar el aparato judicial para beneficiarse, por ejemplo, de la inconstitucionalidad de excesos o imperfectas herramientas de orden tributario.

 

2. La iniciativa ausente, que todavía no es (ni tiene porqué implicar) una “reforma ausente”

A) Acciones de inconstitucionalidad. La configuración del control abstracto ha mostrado falencias desde una perspectiva democrática. El plazo de 30 días para promover las acciones, contado a partir de la publicación de la norma impugnada, resulta muy corto. Es conveniente su ampliación con el propósito de permitir una mejor calidad en la preparación de las argumentaciones que sustenten la invalidez de normas.

La extensión del plazo no implicaría desestabilización institucional, pues la Corte mantiene la organización de los tiempos de instrucción y resolución. Una vez admitidas las demandas, la realidad demuestra que invierte varios meses en la instrucción y otros tantos en la preparación de los proyectos de resolución, sin presiones de plazos legales. Ampliar el plazo para demandar nunca permitiría una pérdida de capacidad de reacción, y ayudaría a la calidad de la justicia.

Por otro lado, el porcentaje del 33% como mínimo exigible a una porción legislativa para habilitarle una legitimación procesal activa, continúa mostrándose muy alto. Una reforma consecuente con la eficacia del control abstracto debe considerar reducir ese porcentaje, por ejemplo, a un 20%, o incluso menos. La potencialización del acceso de las minorías políticas y de sus argumentos jurídicos, a la justicia constitucional, va de la mano de un progreso democrático en la revisión judicial de las leyes.

Finalmente, exigir la votación calificada de 8 votos como mínimo para conseguir la invalidez de una norma constituye un dique importante a una auténtica democracia judicial, tanto en controversias como en acciones. La presunción de constitucionalidad de las leyes debiera permanecer como un principio rector en los procesos de intelección de los ministros/as, y no manifestarse en la petrificación de una regla de votación, que prácticamente convierte al sector minoritario de ministros/as (4 de 11) en un factor determinante del desenlace del juicio. En ese sentido, paradójicamente, privilegia la desestimación sobre la inconstitucionalidad. La mayoría simple en el colegiado de ministros debería ser la regla de votación que determine la invalidez.

B) Controversias constitucionales. La iniciativa prevé incorporar expresamente a las omisiones de autoridad como objeto de las controversias. También propone constitucionalizar su procedencia sólo por violaciones directas a la Constitución y a derechos humanos de fuente internacional, a propósito de conflictos competenciales. Estas propuestas son acordes con una consistente práctica interpretativa y con un reciente criterio del pleno, respectivamente.[2]

Sin embargo, deben considerarse al menos dos modificaciones adicionales: eliminar su improcedencia en materia electoral y, de nuevo, simplificar el sistema de votación para facilitar la invalidez de normas generales en esta vía.

En cuanto a lo primero, ha dejado de tener explicación la improcedencia de los conflictos interorgánicos relacionadas con la organización e institucionalidad competencial de las elecciones, considerando que esta materia constituiría un incentivo muy importante para la democratización del sistema político. Además, la materia electoral ha sido motivo de judicialización en el control abstracto a lo largo de más de 2 décadas, y cotidianamente en las vías de impugnación concreta ante el Tribunal Electoral. Así, resulta difícilmente explicable mantener la exclusión de esta materia de conflicto a estas alturas del desarrollo de la justicia constitucional mexicana.

Por otro lado, no parece tener sentido conservar el complejo sistema de supuestos para generar la invalidez de normas en vía de controversia. Para que el control normativo en esta vía perfeccione su sentido, debe tener la capacidad de generar la expulsión de una norma inconstitucional, en cualquier caso. Debe bastar que el objeto impugnado sea precisamente una norma general sin que sea relevante qué órgano la impugna o la posición institucional de los sujetos activo y pasivo de la relación de conflicto.

C) Votaciones del pleno: un solo sistema de votación para todas sus competencias. El colegio de ministros en pleno debería seguir una regla de votación acorde a cualquier entendimiento decisional en términos de democracia formal. Como ya apunté, la mayoría simple debería ser suficiente (6 sobre 5, como mínimo) para resolver todos los procesos constitucionales.

No tiene sentido contar con votaciones regidas bajo la regla de la mayoría simple en amparos en revisión, directos en revisión o en contradicciones de tesis y, por otro lado, necesitar la votación calificada de 8 votos cuando lo que conoce el pleno son acciones y controversias. No hay completa lógica en el objeto de esta distinción, pues si bien se exigen 8 votos en procesos contra leyes en estas dos últimas vías, los amparos y las contradicciones también generan el efecto genérico de una interpretación con solo 6 votos. Máxime ahora, que la propuesta genera la obligatoriedad con un solo precedente.

La Corte no tiene porqué tener dos “cachuchas”: una como tribunal terminal de excepcionalidad en amparo y otra como tribunal de única instancia en la justicia concentrada frente a leyes. Se trata de una reminiscencia, producida por el hecho de contar con dos modelos judiciales estructurales diferentes, adoptados en distintas épocas históricas. A estas alturas, el sistema merece una integración definitiva en beneficio de la certeza y de la protección efectiva de los derechos.

D) Procedimiento de designación de ministros/as. Difícilmente podría afirmarse que el actual procedimiento de designación, basado en ternas, haya cumplido su propósito constitucional. El modelo ha evidenciado el déficit de que las propuestas presidenciales se muestren como igualmente competitivas ante el Senado, que permita un genuino reconocimiento de méritos entre los y las contendientes a integrar el máximo tribunal. Debería volverse a un esquema de candidato/a único/a y probablemente pensar en la creación de un comité de selección, tal como opera con otros órganos constitucionales, como el que opera para integrar el consejo general del Instituto Nacional Electoral.
 

3. Suprema Corte Constitucional ¿hasta dónde?

Las baterías del análisis de la iniciativa de reforma judicial, me parece, deben orientarse a nutrir en su justa dimensión precisamente las propuestas. Sin que el afán de protagonismo crítico abone a insinuar que ningún otro tema puede ya formar parte de la importante discusión que viene.

En lo que a la Corte respecta, es deseable que la reforma judicial le aporte un razonable balance competencial. Debe permitirle hacer frente a los más complejos problemas de derechos humanos y a una intermediación eficaz en el sistema político. Ese ajuste sistémico debe al mismo tiempo sanear la saturación de casos y evitar el riesgo de inmovilidad o de mermas considerables a la calidad de sus decisiones.

Las reformas históricas de la Corte le han sumado y restado competencias. La mera sobreinclusión de ellas (por ejemplo, para integrar otros órganos, o en otros temas con anclaje constitucional, como la constitucionalidad del decreto presidencial de suspensión de derechos, o de la materia de las consultas populares) no es argumento suficiente para demeritar, por ese sólo hecho, la jurisdicción constitucional concentrada que indudablemente posee.

Tener muchas competencias no puede ni debe equivaler a tener que resolver muchos casos. Tener muchas y variadas competencias puede compatibilizarse con una justicia de pocos casos, estratégicos y pedagógicos para los derechos y para la democracia. Ojalá que ese razonable equilibrio pueda ser realidad tras la reforma judicial en ciernes.


Alfonso es Doctor en Derecho Constitucional por la Universidad Complutense de Madrid. Miembro del Sistema Nacional de Investigadores (SNI-I) del Consejo Nacional de Ciencia y Tecnología. Profesor de Posgrado en Derecho de la Universidad Panamericana y la Universidad Iberoamericana.

[1] Discurso pronunciado en el Senado de la República con motivo de su comparecencia como candidata a ministra de la Corte el 4 de diciembre de 2019, disponible en: https://twitter.com/CanalCongreso/status/1202337963176161280?s=20

[2] Me refiero a la sesión del pleno del día 4 de diciembre de 2019, cuando debatió el recurso de reclamación 150/2019-CA derivado de la controversia constitucional 279/2019.

Comentarios

Héctor Guiller… |
Lun, 27/04/2020 - 12:18

Sólida reflexión debidamente desglosada de los temas de interés que difícilmente podría mejorarse y que suscribo especialmente en dos temas, reforma del voto calificado en acciones de inconstitucionalidad, pues atienden más a probables intereses políticos y el acceso y legitimación de las minorías políticas con un porcentaje del 20% o menor como señala el Dr.

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