Derechos de la naturaleza: una aproximación desde la práctica jurisprudencial

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El surgimiento del Estado constitucional ha significado profundas transformaciones en el orden jurídico. En particular, podemos advertir que la “rematerialización del orden jurídico”, así como la garantía judicial de los derechos, son dos de las notas distintivas de aquellas constituciones que surgieron a partir de la segunda posguerra (Prieto Sanchís, 2013, pp. 11-19). Como se sigue, el constitucionalismo contemporáneo se ha caracterizado por incorporar un denso contenido sustantivo o material a través de un género de normas que reciben el nombre de derechos fundamentales, cuya justiciabilidad no solamente es producto de su positividad, sino de la existencia de tribunales capaces de adjudicarlos.

En esta tesitura, el derecho comparado permite notar la creación de algunos derechos fundamentales que, por sus particularidades, han significado un replanteamiento del discurso y las nociones tradicionales de derechos humanos. El reconocimiento de la naturaleza como un elemento que tiene valor por sí mismo —o bien los denominados “derechos de la naturaleza”— es un fenómeno cada vez más frecuente en el paradigma mencionado.

En el presente trabajo nos proponemos examinar el significado de los derechos de la naturaleza, a partir de su desarrollo en las legislaciones nacionales e instrumentos internacionales, así como su adjudicación en sede jurisdiccional. Finalmente, describiremos algunas de las dificultades prácticas que pueden presentarse en el contexto de su justiciabilidad.

1. Postulados filosóficos que sustentan los derechos de la naturaleza

Durante la década de 1970, algunos fenómenos como el desarrollo tecnológico e industrial, el surgimiento de las economías globales, así como el crecimiento poblacional, dieron lugar a nuevas reflexiones en torno a la relación entre la especie humana y la naturaleza.

Aun cuando existieron tradiciones, concepciones teleológicas y valorativas que fuera de Occidente y con siglos de anticipación concibieron a la humanidad y a la naturaleza como una sinergia necesaria e indisoluble, en Estados Unidos, Australia y Noruega estas nociones comenzaron a adquirir un carácter científico y formal, para dar surgimiento a lo que hoy se conoce como “ética ambiental” (The Stanford Encyclopedia of Philosophy, 2022).

La ética ambiental, como su nombre adelanta, es la rama de la filosofía que tiene por objeto estudiar la relación moral de los seres humanos con el medio ambiente y su contenido no humano, así como su valor y estatus moral. Aun cuando podemos encontrar importantes divergencias teóricas entre los principales exponentes de esta rama filosófica (Paul W. Taylor encabezó los debates sobre ética ambiental tras la publicación de su obra Respect for Nature: A Theory of Environmental Ethics en 1986; por su parte, J. Baird Callicott fue profesor titular de la primer cátedra sobre ética ambiental en 1969 y a partir de 1994 dirigió la International Society for Environmental Ethics, en donde hasta hoy se gestan importantes reflexiones sobre el tema), lo cierto es que todas y todos se propusieron responder a las siguientes interrogantes: ¿de qué manera debemos entender la relación entre los seres humanos y el resto de las especies? ¿Estas últimas deben estar subordinadas a los fines humanos?, ¿o acaso se trata de una relación simbiótica, en la que los ecosistemas y los seres humanos están llamados a relacionarse armónicamente? (The Stanford Encyclopedia of Philosophy, 2022).

A partir de lo anterior, tanto la doctrina especializada como los tribunales han advertido tres aproximaciones teóricas o posturas filosóficas que pretenden dar respuesta a la manera en que se desarrolla la relación entre los seres humanos y la naturaleza.

En primera instancia, el antropocentrismo se trata de una de las tradiciones filosóficas más extendidas en Occidente, pues considera que los seres humanos son los únicos entes con valor intrínseco. Desde un enfoque antropocéntrico, el ser humano es el único sujeto con consideración moral; mientras que el medio ambiente únicamente posee un valor instrumental, en la medida que aporta beneficios a los seres humanos y permite su subsistencia (Jamieson, 2001, pp. 164-165).

Por otra parte, el biocentrismo ha tenido como punto de partida el antropocentrismo; pues si bien considera que la naturaleza debe encontrarse bajo cierto umbral de protección, ello solamente responde a la necesidad de lograr el bienestar de las generaciones futuras y la humanidad en general. Como se sigue, el biocentrismo no considera que la protección de la naturaleza es un objetivo importante por sí mismo, sino por los beneficios que esta salvaguarda puede generar para los seres humanos (Corte Constitucional Colombiana, sentencias C-339 de 2002, C-449 de 2015 y T-622 de 2016).

Finalmente, el ecocentrismo consiste en una corriente crítica de la visión antropocéntrica que ha imperado en Occidente, en tanto niega —en mayor o menor medida, como veremos— la superioridad moral de los seres humanos frente a la naturaleza (Palmer, 2003, pp. 33-34). En síntesis, reconoce que la naturaleza tiene un valor intrínseco, más allá de la utilidad que pueda representar para las personas.

Al respecto, debe destacarse que dentro del propio ecocentrismo existen posturas moderadas y otras más radicales, en atención a los seres vivos que reconocen como entes merecedores de protección por su valor intrínseco. Por un lado, encontramos aquellas que afirman que esa extensión debería abarcar a los animales sintientes, también conocidas como éticas animalistas (Singer, 1975; Regan, 1983); aquellas que incluyen a todo organismo vivo en lo individual, denominadas igualmente como éticas biocéntricas (Taylor, 1986), y otras más que consideran a especies en su conjunto y ecosistemas, con un enfoque holístico (Callicot, 1998; Johnson, 1993).

2. Fundamento y desarrollo jurisprudencial: una historia inacabada

Los derechos de la naturaleza comenzaron a gestarse con la Carta Mundial de la Naturaleza, aprobada el 28 de octubre de 1982 por la Asamblea General de las Naciones Unidas. En ella, los Estados firmantes se comprometieron a adoptar medidas encaminadas a respetar y conservar el entorno natural, mediante el reconocimiento del valor intrínseco de todos los seres vivos.

Asimismo, es importante notar que han existido importantes esfuerzos para reconocer, por vía legislativa, los derechos de la naturaleza. Muestra de ello son las Leyes Te Urewera (2014) y Te Awa Tupua (2017), mediante las cuales el Parlamento Neozelandés reconoció al Parque Nacional Te Urewera y al Río Whanganui como entidades legales con todos los derechos, poderes, deberes y obligaciones de una persona jurídica, estableciendo un consejo encargado de ejercer su representación legal.

Por su parte, el denominado “nuevo constitucionalismo latinoamericano” ha transitado también hacia el reconocimiento de los derechos de la naturaleza (Estupiñán, 2020 pp. 127-143). En 2008, Ecuador se convirtió en el primer país en reconocer, expresa y constitucionalmente, que los entes de la naturaleza son sujetos o titulares de derechos, bajo la premisa de que Pacha Mama, como elemento vital para la existencia de todas las especies en su conjunto, debía ser protegida a través de una Constitución ecológica. A partir de la tendencia iniciada por Ecuador, países como Bolivia y Colombia iniciaron procesos de cambio constitucional mediante los cuales no solamente dieron reconocimiento a los derechos de la naturaleza, sino que establecieron, como garantía para su protección, la posibilidad de que toda persona y autoridad pública pueda exigir su cumplimiento. (En el caso de Bolivia, dan cuenta de estas transformaciones el artículo 33 de la Constitución Política del Estado Plurinacional de Bolivia, la Ley 71 de Derechos de la Madre Tierra de Bolivia y Ley 300 Marco de la Madre Tierra y Desarrollo Integral para Vivir Bien. En el caso de Colombia, la naturaleza encuentra reconocimiento constitucional indirecto, a través de las disposiciones que consagran el derecho a la vida, salud, agua, seguridad alimentaria, ambiente sano, cultura y territorio indígena).

Más allá de su reconocimiento en el derecho positivo, los distintos sistemas jurídicos han emprendido importantes esfuerzos para asegurar que los derechos de la naturaleza no se conviertan en normas programáticas, sino en derechos perfectamente exigibles en sede jurisdiccional. El estudio comparado de la práctica jurisprudencial permite dar cuenta de varios casos en los que las altas cortes han reconocido a ecosistemas concretos como titulares de derechos.

La Corte Constitucional Colombiana ha sido un ejemplo en América Latina respecto a la manera en que es posible reconocer, en sede jurisdiccional, los derechos de la naturaleza. Mediante el fallo T-622 de 2017, la Corte Constitucional Colombiana resolvió reconocer la personalidad jurídica del Río Atrato, derivado de una acción de tutela promovida por diversas comunidades asentadas en la cuenca del río, quienes alegaron que la explotación minera había causado un severo grado de degradación ambiental.

Para reconocer al Río Atrato como sujeto de derechos, el Tribunal Colombiano realizó un detallado estudio de los derechos bioculturales y del principio precautorio para concluir que todas las formas de vida deben ser entendidas como merecedoras de protección en sí mismas. En cuanto a los efectos de la sentencia, el tribunal ordenó —además de la adopción de medidas encaminadas al saneamiento del Río— la creación de una comisión de guardianes del Río Atrato, caracterizada por la pluralidad en su composición. Participaron entidades públicas y privadas, universidades, organizaciones ambientales y grupos de la sociedad civil.

A partir de este leading case, la Corte Constitucional Colombiana ha construido una sólida doctrina jurisprudencial en torno a los derechos de la naturaleza, lo cual abrió la posibilidad de que otros tribunales procedieran a su adjudicación. Tal es el caso de la Corte Suprema de Justicia, que en 2018 reconoció la personalidad jurídica de la Amazonia colombiana y ordenó, para su protección, la creación del Pacto Intergeneracional por la Vida del Amazonas Colombiano (PIVAC).

En el ámbito del sistema interamericano de protección de los derechos humanos, debe resaltarse que si bien la Corte Interamericana de Derechos Humanos no se ha pronunciado en torno a la posibilidad de reconocer los derechos de la naturaleza a través del corpus iuris interamericano, ni ha reconocido a algún ecosistema en particular como sujeto de derechos, recientemente ha señalado que los componentes del medio ambiente son intereses jurídicos en sí mismos, y merecen protección jurídica no solamente por su relación con los derechos humanos, sino por su importancia para los demás organismos con los que se comparte el planeta (Corte IDH, OC 23/17).

Finalmente, en el caso de México, el Congreso federal no ha reconocido la protección de los derechos de la naturaleza a la Constitución ni a la legislación ordinaria, cuya expedición corresponde de manera exclusiva. No obstante lo anterior, es posible notar que algunos congresos locales han tomado la iniciativa de reconocer los derechos de la naturaleza en sus constituciones. La primera de ellas fue la Constitución Política del Estado Libre y Soberano de Guerrero, que en enero de 2014 reformó su artículo 2, el cual señala que el Estado deberá garantizar y proteger los derechos de la naturaleza. A ella se han sumado las constituciones de Ciudad de México en 2017 (artículo 13, apartado A, párrafo 3); Colima, en 2019 (artículo 2, fracción IX, inciso a), y Oaxaca, en 2021 (artículo 12).

Si bien la Suprema Corte no ha reconocido a ningún ecosistema como titular de derechos, lo cierto es que poco a poco ha transitado a una perspectiva ecocéntrica que reconoce la importancia de proteger a los organismos vivos con los que se comparte el planeta, “no solamente por su conexidad con una utilidad para el ser humano […] sino por su importancia para los demás organismos vivos con quienes se comparte el planeta, también merecedores de protección en sí mismos” (amparo en revisión 307/2016).

Para concluir, haremos un somero diagnóstico de las dificultades prácticas —tanto procesales como sustantivas— a las que pueden enfrentarse los tribunales mexicanos en el momento en que pretendan adjudicar los derechos de la naturaleza.

3. Retos en su justiciabilidad

Como adelantamos, la justiciabilidad de los derechos de la naturaleza en México puede significar algunas dificultades en términos procesales y desde el punto de vista sustantivo. Aún cuando existen medios ordinarios a través de los cuales es posible atribuir responsabilidad por los daños ocasionados al ambiente, así como la reparación y compensación por dichos daños (Ley Federal de Responsabilidad Ambiental), consideramos que dado el diseño del sistema institucional, la instancia idónea para exigir el reconocimiento de entes de la naturaleza como titulares de derechos es el juicio de amparo.

En primer lugar, debemos recordar que el juicio de amparo se rige por el principio de instancia de parte agraviada, de tal manera que sólo podrán acudir al juicio constitucional quienes demuestren que al acto u omisión reclamada genera una afectación a su esfera jurídica —entendida, por supuesto, en sentido amplio—. Ésta es la primera barrera a la que se enfrentaran los operadores jurídicos y los justiciables.

Al resolver la contradicción de tesis 111/2013, el Tribunal Pleno de la Suprema Corte se pronunció en torno a las diferencias entre el interés simple —el cual comprende un interés general por la constitucionalidad de los actos de autoridad y, por ende, resulta jurídicamente irrelevante para efectos del juicio de amparo—, el interés jurídico y el interés legítimo. En el caso de los derechos de la naturaleza, estimamos que las personas, al no ser titulares de éstos, solamente podrán acudir al juicio de amparo demostrando un interés legítimo. Lo anterior se traduce en la obligación a cargo de la parte quejosa de aportar elementos a partir de los cuales puedan demostrar al tribunal que se encuentran en una especial situación frente al orden jurídico y, concretamente, que la falta de reconocimiento de los derechos de la naturaleza pueda generarles una afectación.

La Suprema Corte se ha pronunciado en diversos casos sobre la forma en que opera el interés legítimo cuando se reclama la violación del derecho a un medio ambiente sano (amparo en revisión 307/2016, recurso de queja 132/2019, amparo en revisión 953/2019, recurso de queja 35/2020). Como señalamos, acudir al juicio de amparo requiere, necesariamente, que el acto u omisión reclamada produzca una afectación en la esfera jurídica de la parte quejosa. Por lo tanto, cuando se trata de afectaciones al ecosistema derivadas de un acto u omisión de autoridad, la parte quejosa debe demostrar un vínculo con el ecosistema en cuestión, distinto al que tenemos el resto de las personas, pues de lo contrario estaríamos frente a un interés simple.

A partir de lo anterior, ha sido un criterio reiterado por la Suprema Corte que para demostrar ese vínculo con el ecosistema, esa especial situación frente al orden jurídico, la parte quejosa debe ser beneficiaria de los servicios ambientales que produce el ecosistema en cuestión. Y finalmente, el criterio para determinar si la parte quejosa recibe estos beneficios del ecosistema supone verificar si se encuentra dentro del entorno adyacente al mismo, es decir, dentro del espacio geográfico en que se ubica el ecosistema que se pretende proteger.

En esta tesitura, el acceso a la justicia en materia ambiental ha permitido que se reconozca la legitimación de las personas sin que necesariamente se les exija demostrar un perjuicio de carácter individual, sino que basta con demostrar un perjuicio a los intereses de carácter colectivo (Calderón y Recinos, 2022, pp.109-110).

Otra de las dificultades que derivan del propio diseño del juicio de amparo tiene que ver con las limitadas facultades que tienen las juezas y los jueces de amparo en cuanto a lo que pueden ordenar a las autoridades responsables mediante sus sentencias. El hecho de que la Ley de Amparo disponga que solamente es posible ordenar la restitución del derecho violado limita la posibilidad de reparar integralmente la violación de los derechos de la naturaleza.

Ciertamente excedería la extensión del presente trabajo determinar si es posible ordenar, a través del juicio de amparo, medidas de satisfacción, rehabilitación, así como garantías de no repetición. Sin embargo, estimamos que la adopción de un enfoque de reparación integral es un paso necesario para ordenar la adopción de medidas que permitan a las autoridades y a las comunidades posiblemente afectadas contribuir a la realización de los derechos de la naturaleza.

Finalmente, desde el punto de vista sustantivo, es importante reconocer que aún cuando los derechos de la naturaleza tienen fundamento expreso en algunas constitucionales locales —e incluso, en ejercicio de su vocación interpretativa, la Suprema Corte pudiera concluir que los derechos de la naturaleza forman parte del parámetro de regularidad—, estimamos que la falta de técnica legislativa con la cual éstos fueron formulados ha resultado en que se conviertan en normas programáticas, es decir, en “buenos deseos legislativos” carentes de juridicidad.

Dada su particular complejidad, el alcance y contenido de los derechos de la naturaleza debe estar plenamente definido para que tengan algún sentido práctico. Aun cuando la interpretación que pudieran realizar los jueces sobre aquellos contribuiría a su optimización, lo cierto es que corresponde, en principio, al legislador definir con claridad qué es lo que los ciudadanos pueden exigir en sede jurisdiccional. Como ejemplo de lo anterior estimamos sumamente relevante que se defina, en vía parlamentaria, un ámbito competencial en torno a los derechos de la naturaleza, con la finalidad de que las personas conozcan cuales son las autoridades competentes para reconocer a determinado ecosistema como sujeto de derechos, así como las conductas adicionales que pueden ser exigidas a dichas autoridades.


Daniela Herrera Moreno es estudiante de la Licenciatura en Derecho en la Universidad Nacional Autónoma de México. Actualmente colabora en la Ponencia del ministro Juan Luis González Alcántara Carrancá en la Suprema Corte de Justicia de la Nación.

Galo Daniel Marmolejo Rodríguez es estudiante de la Licenciatura en Derecho en la Universidad Nacional Autónoma de México. Actualmente colabora en la Ponencia del ministro Javier Laynez Potisek en la Suprema Corte de Justicia de la Nación.

Valeria Pérez Barajas es estudiante de Derecho en la Universidad Nacional Autónoma de México. Actualmente forma parte de la Ponencia del ministro Arturo Zaldívar Lelo de Larrea en la Suprema Corte de Justicia de la Nación.

Patricio Ávila Castillón es estudiante de Derecho en la Facultad de Derecho de la Universidad Nacional Autónoma de México. Actualmente colabora en el Instituto de Investigaciones Jurídicas.


Fuentes

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